Vemos un pájaro, una mariposa o cualquier otro de esos
seres con los que disfrutamos simplemente con su observación, e intentamos no
movernos, ser estatuas inmóviles para poder disfrutar de tan agradable visión sin
asustarlo y que desaparezca.
Quizá no sea tan diferente cuando el ser es de nuestra
misma especie pero igualmente posee esa fuerza de atracción, esa magia que, sin
que sepamos porque, es como si un imán nos atrajera sin remedio.
Contenerse, atarse con cuerdas invisibles a un sofá,
devorar disimuladamente un cuerpo con la mirada, memorizar cada rasgo, y seguir
sin mover un centímetro de tu cuerpo, evitando hacer cualquier movimiento que
lo aleje, cualquier movimiento que te delate.
Pero… el momento de la despedida siempre llega, y lo vemos
alejarse, queriendo retener cada centímetro de su cuerpo, de su ser, de su
alma, porque esta se ha descosido de la nuestra, y ya no tendremos el placer de
que comparta nuestra nave en el viaje de la vida.
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